Qué duda cabe
de que finalmente la cultura se ha impuesto. Y también se ha puesto de moda.
Cuando menos entre ese estrato de nuestra sociedad que puede permitirse una
cierta cantidad de ocio aprovechable en la adquisición de ‘‘cultura’’.
Proliferan todo tipo de establecimientos en donde se expende cultura de alta
calidad. Los cuerpos docentes están formados por los más renombrados artistas e
‘‘intelectuales’’ que irradian sus conocimientos hacia las azoradas señoras y
señoritas de Polanco y de la Colonia del Valle que por una colegiatura no muy
alta pueden obtener esa particular tranquilidad de conciencia que significa
haber aprovechado, una parte del tiempo aunque sea, en la obtención de cultura.
Para los que cuentan con menos dinero o con menos ocio está la formidable
extensión de la moda cultural que los medios de difusión públicos y privados
hacen posibles. Así, pintores, novelistas, poetas —los antiguos
moradores del submundo de la bohemia— compiten frecuentemente con las señoritas
México y con las artistas de cine en la promoción de su producto. Todos los
medios de difusión están al servicio de las instituciones culturales para
notificar al público del lugar y la hora en que se va a producir una erupción
de cultura. (Huelga decir que el brote mismo casi nunca es difundido.)
Es indudable que algunos deportes
o espectáculos todavía cuentan en este país con más adeptos que ‘‘la cultura’’,
pero ésta ya ha sentado sus reales en la conciencia de un sector de nuestra
sociedad y prosigue su avance a jalones. Pero la cosa no es tan simple como
parecería de pronto y enjuiciada sólo desde el punto de vista del progreso, no
de la cultura misma, sino de la difusión extensiva de la cultura ya existente.
En primer lugar, porque casi siempre el producto que se expende o se
distribuye directamente entre el público no es realmente lo que pretende ser y
casi siempre es pura información lo que se distribuye en términos de cultura.
Yo he escuchado decir —en el recinto de la Biblioteca Nacional—
que San Juan de la Cruz es un poeta ripioso porque escribió ‘‘…la soledad
sonora…’’, lo que, además, es información falsa e inquinosa.
Existe un grave peligro en admitir que la cultura es una
cosa que se puede comunicar. La cultura se construye o se vive, pero no se
enseña. Los pueblos participan en su desarrollo sólo en la medida en que la
cultura misma dentro de la que se van inscribiendo los inspira y los hace
proseguir.
Pero, a ciencia cierta, no se puede decir que la cultura
sea algo concreto, si bien es evidente que ésta se transmite. Este proceso
mediante el que la cultura, o una cultura específica se va formando como el
cauce a lo largo del que fluye el espíritu de un pueblo, tarda a veces siglos
antes de que sus bifurcaciones entronquen enriquecidas en un caudal mayor.
Al copioso torrente del espíritu se opone a veces —y de
esto la historia ha sido testimonio suficiente— el dique de esa ilusión
crisohedónica aberrante que el deseo de poseer bienes tan conflictivamente se
le presenta al hombre contemporáneo, dividido como está entre dos polos de
elección igualmente decepcionantes ya que, por una parte los bienes físicos,
por más cuantiosos que sean, no satisfacen y los espirituales son inasequibles
si no están adecuados por un fondo pedagógico que desde los inicios de la
personalidad consciente y manifiesta en el niño haya estado atenta a
desarrollar el deseo de conocimiento de principios generales que anima a toda
forma de cultura.
La especialización de las diferentes disciplinas del
espíritu así como la imperiosa necesidad de producir técnicos muy
particularizados en el menor tiempo posible hacen que la conciencia cultural de
un pueblo se disperse necesariamente. Si tenemos en cuenta que en México
existen ocho millones de analfabetos y muchos más de ocho que están geográfica
o socialmente privados de acceso a las manifestaciones culturales, lo que queda
no es gran cosa y no sirve para definir ni siquiera conjeturalmente cuál es la
verdadera función del intelectual mexicano obligado como está por las
circunstancias a dejar de lado la creación para ejercer la información efímera
o la docencia vana.
Me parece que de la confusión de la función pedagógica con
la función intelectual proviene este marasmo que torna a la cultura misma en un
bien de consumo espurio y en una moda similar a la del bridge o a la de la falda larga y creo asimismo que urge la
creación de un organismo cuya finalidad sea la de regular y distinguir
plenamente la función del transmisor de ideas, del pedagogo, de la del
intelectual o formulador de ideas o creador de obras artísticas o literarias.
Urge la instauración dentro del gobierno de un organismo ante el que la
condición del intelectual y del artista sea reconocida como diferente de la del
maestro de escuela. Otros países han tenido en cuenta esta diferencia de
condiciones y han adscrito la tarea de protección no sólo al patrimonio
cultural, sino a la cultura en general, a determinadas oficinas estatales
especializadas.
Actualmente la Secretaría de Educación Pública no
solamente tiene la tarea de abatir el índice de ignorancia general en el país
sino también la de empresario teatral, editor, marchand a tableaux, coleccionista, guardián de zonas arqueológicas
o monumentos artísticos, museógrafo, publicista, etc., tareas que en realidad
caen fuera de la tarea más perentoria de educar en los niveles básicos
elementales.
Me pregunto si la creación de una Secretaría de Cultura (y
de la Información) no contribuiría considerablemente a alivianar esa carga tan
distrayente en el ejercicio de la labor pedagógica y de fomentar la labor
artística, científica, por los medios más apropiados a su desarrollo
fructífero.
Tomado de Contextos, una colección de artículos editoriales
publicados en un diario de la Ciudad de México que fueron escritos escritos entre julio de 1971 y
enero de 1973.
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